Dominicanidad, revista Plenamar
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Dominicanidad by Sussy Santana para la revista Plenamar
Pensar en mi dominicanidad es como hacer uno de esos ejercicios de mindfulness en donde se toma
conciencia de la respiración. Si inhalo profundo y despacio, recuerdo cosas muy mágicas como la
primera vez que nos llevaron a celebrar el Carnaval, en el Malecón de Santo Domingo. Yo iba vestida
de Caperucita Roja con una capa de satín que me hizo mami y mi hermana, Helen, disfrazada de
dama antigua, con un vestido de organza azul. Detalles que no olvido porque mami duró cuatro
meses juntando para pagar la tela.
Llegar al Carnaval fue como entrar a un cuento de hadas en donde todos los personajes bebían
Brugal. Los diablos cojuelos correteaban a la gente y nosotras nos escondíamos detrás de mami para
que no nos dieran un vejigazo. Se volvió costumbre ir al Malecón durante las fiestas del Carnaval y
pocas cosas se tomaban tan en serio en mi casa como preparar nuestro disfraz. Nuestro folklore
siempre nos ofreció una ocasión para soñar.
En esas semanas, para las celebraciones patrias de la escuela me escogieron para recitar un poema
a la bandera. Hice tantos ademanes que casi me fui de boca. Después de ese día, mami me sacaba
como truco de recreación en algunos eventos familiares: “la niña va a recitar”; y yo me paraba muy
solemne, cerraba los ojos y empezaba: “Doraba la luna al río, fresco de la madrugada…” los poemas
de Juan Ramón Jiménez fueron de los primeros que memoricé. Creo que en esos tiempos fue que me
enamoré del performance.
Continúo con el ejercicio de respiración pausada y honda. Recuerdo con cariño cuando íbamos a
vender muñecas de trapo a la Feria Artesanal durante la Navidad en la Fortaleza Ozama. Fue en esa
Feria, en el 86, que vi por primera vez a Linda, uno de los Guloyas más famosos de la República
Dominicana. Estaba sentada al frente mientras él bailaba, lo que no te contaba con sus ojos mágicos,
te lo decía con el cuerpo. Su danza electrizante revivía todas las cintas y cascabeles de su vestuario.
Ver a Linda es uno de los recuerdos más felices de mi niñez y aunque no me di cuenta en ese
momento, sin duda, su presencia despertó mi curiosidad por nuestras tradiciones.
Ahora bien, si agito la respiración, me da dolor de cabeza. Me llega a la mente el día que estando en
Boca Chica, con mi familia, un viejo me gritó que si él me agarraba me iban a doler las piernas por
varios meses. Yo tenía nueve años. Después de ese día empecé a usar camiseta cuando iba a la
playa. La violencia en contra de la mujer está tan normalizada en nuestras calles y en nuestra
música que muchos se sienten con la autoridad de hacer este tipo de comentarios.
En mi performance “Calvario del Ovario” lavo ropa interior de niñas como un ejercicio de sanación
por las veces que hemos sido hostigadas. Invito a la audiencia a colocar curitas adhesivas sobre las
pinzas de madera mientras reflexionamos sobre nuestras propias experiencias. Luego tendemos la
ropa interior. Hay quienes deciden compartir sus vivencias o poner una intención sanadora en el
ambiente. Cuestionamos la idea de que “la ropa sucia se lava en casa”, abriendo un espacio común
para sanarnos. También exploramos el ritual de lavar los panties, que se nos impuso, a muchas,
desde niñas.
Retornar la respiración rápida me devuelve a la ocasión en que, durante el recreo, los profesores nos
mandaron a entrar porque a orillas del río Ozama había aparecido el cadáver de una niña que tenía
varios días perdida. Desde el patio de la escuela había una vista amplia del río. Como el médico
legista no llegaba, nos ganó la curiosidad y los de mi curso decidimos ir a ver el cadáver de la niña a
la salida. Su cuerpecito morado, lleno de golpes y mordidas, se quedó por siempre en mi memoria. A
ella le escribí el poema “La reina del Ozama” que forma parte de Pelo bueno, mi primer libro.
Ser dominicana es como vivir en un eterno carnaval, cual Caperucita, en el que tienes que recordar
cómo respirar mientras aprendes a bailar y a defenderte. Por suerte, el amor siempre exalta los
recuerdos buenos y por eso en mi trabajo la dominicanidad se manifiesta como un acto de devoción a la niña que fui, una especie de altar a las experiencias vividas. En un performance se revela
oyendo palos, encendiendo una vela, embarrándome de Vicks o haciendo una avena.
Ahora que he vivido más tiempo en los Estados Unidos que en República Dominicana, y dado el
clima político en el que vivimos, mi dominicanidad se manifiesta como un acto consciente por contar
y preservar nuestras historias. Siempre con la conciencia de que pude haber nacido en cualquier
otro sitio y de que lo que puedo ofrecer es mi punto de vista.
Si coloco ambas manos sobre mis costillas y respiro profundo, siento el sube y baja de memorias que
va expandiendo mi caja torácica. Mi madre emigró en el año 87, después de haber perdido su
trabajo. El nuevo gobierno trajo su propia gente y de la noche a la mañana cientos de empleados
como ella perdieron su única forma de sustento. Sintiéndose sin opciones, al igual que tantos otros,
decidió irse a Estados Unidos en busca de oportunidades. Era la primera vez que nos separábamos
de ella por más de las dos o tres semanas que compartíamos con mi padre cada verano. Yo tenía
once años y mi hermana doce.
El pecho se me va inflando, escucho mi respiración como una ola de mar. Mami había viajado
legalmente de Santo Domingo a Nicaragua; de ahí a México. Pero sin visa para ingresar a los
Estados Unidos, tuvo que correr para cruzar la frontera por San Diego. Esta ruta no era tan común
para los dominicanos, por lo general entraban por Puerto Rico, que quedaba más cerca, pero mami
no sabe nadar.
Al llegar a la frontera, el Coyote, su guía, le dijo que se deshiciera de su pasaporte porque no lo iba a
necesitar. Mami decidió guardarlo en sus panties, para poder ser identificada en caso de que no lo
lograra cruzar. Llegar a los Estados Unidos le tomó casi un mes, hasta los zapatos le robaron en el
camino. A ella le escribí el poema “Bendición”, que ha sido incluido en varias antologías.
En lo que mami llegaba, mi hermana y yo esperábamos noticias en casa. El día que lo consiguió
estábamos jugando vitilla, la versión local del béisbol, frente a la casa. El bate era un palo de escoba
y la “pelota” la tapa de uno de esos botellones de agua gigantes. Mi tía Carmen llegó con la lengua
afuera a avisarnos que mami ya había llegado. Como en casa no había teléfono, salimos corriendo a
esperar que mami llamara a casa de mi tía. Todavía recuerdo las piedrecitas enterrándose en mi
talón mientras pasaba, cual Correcaminos, la carnicería de Goyo, la escuela Socorro Sánchez y el
puente seco.
Respirando desde el nerviosismo y la ansiedad, subimos tres pisos hasta el apartamento
de tía Carmen. Antes de que el teléfono sonara ya nosotras estábamos llorando. No me acuerdo
quien habló primero, pero sé que escuchar la voz de mami era la única curita que necesitaban mis
pies.
Eventualmente volvimos a respirar con tranquilidad, como ahora. Mami empezó a trabajar y envió
dinero para poner un teléfono en casa; hablábamos a diario. Mi hermana y yo empezamos a cobrarle
a los vecinos para hacer llamadas. Después, cuando mandó para comprar la nevera, comenzamos a
vender hielo. Negocio que no fue muy lucrativo porque casi nunca había luz. Hasta terminamos de
pagar la Enciclopedia Ilustrada Cumbre, para el bienestar del pobre hombre que llegaba en su motor
a hacer los cobros, ya que mami la había sacado fiada. Esa sí que la compartíamos gratis con
nuestros amigos para hacer la tarea.
El tiempo fue pasando y aunque la comunicación era constante, nos perdimos de muchas cosas.
Separarte de tus padres te hace crecer de la noche a la mañana y crea conflictos difíciles de
procesar, aun cuando se tiene el conocimiento de que la partida es en busca del bienestar. La
dominicanidad es también vivirse la migración de la gente que uno quiere, cosa que pasa en todas
partes, y que en República Dominicana es el pan nuestro de cada día. Mami regresó a Santo
Domingo casi casi tres años después; tiempo récord si se toma en cuenta que hay gente que dura
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muchísimo más para poder regresar.
Mi tío nos llevó al aeropuerto; Helen y yo con los nervios de punta porque cada vez que salía alguna
mujer mi tío gritaba: “¡Ahí está! ¡Llegó, llegó!” Y nosotras brincábamos de alegría para luego
desinflarnos porque no era ella. Una doña se acercó a nosotros y preguntó: “¿Y a quién es que
esperan?”, y mi tío le contó que teníamos tres años sin ver a mami. La doña se encargó de regar por
qué estábamos ahí. Cuando finalmente mami salió nosotras nos tiramos encima de ella y los que
estaban cerca empezaron a aplaudir y a gritar “¡Llegó, llegó!”. No quedó un ojo seco.
Después de una corta estadía en Santo Domingo, viajamos con mami, que ya había hecho los
trámites migratorios para nuestro viaje a New York. Como tantos dominicanyork, empezamos
nuestra ciudadanía en eso que Josefina Báez llama El Ni E’ en Dominicanish, una especie de limbo
bilingüe que se nutre de la historia que se arrastra y de la cual se construye. Ser dominicanyork es
como ser una mata de coco que también da strawberries.
Si regulo la respiración hasta volver al ritmo de la calma, veo mi dominicanidad como una expresión
de quien soy, una persona que se alimenta de los sonidos del día a día, de los cuentos y poemas que
escuché y de los que escribo.
La dominicanidad a la que quiero aproximarme en mi trabajo es la
espontánea, como la de la doña en el aeropuerto, porque a través de su curiosidad y empatía nuestra
experiencia se volvió colectiva.
O la que me recuerda mi papá, cuando hablamos por teléfono y me sugiere que bote las gotas que
me dio el doctor y que mejor me eche tres gotas de orégano poleo en cada oído para el dolor. Eso es
lo que quiero preservar en un performance o en un poema, porque en ausencia me he dado cuenta
que lo que más extraño son esas interacciones e imágenes. Ser dominicana es vivir y contar desde la
sensibilidad caribeña. No es algo que piense a diario porque, al igual que respirar, es simplemente
una función de mi ser.
Sussy Santana
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